Queridos hermanos y hermanas:
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y
el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9,37;
cf. Mt 18,5; Lc 9,48; Jn 13,20). Con estas palabras, los evangelistas recuerdan
a la comunidad cristiana una enseñanza de Jesús que apasiona y, a la vez,
compromete. Estas palabras en la dinámica de la acogida trazan el camino seguro
que conduce a Dios, partiendo de los más pequeños y pasando por el Salvador.
Precisamente la acogida es condición necesaria para que este itinerario se
concrete: Dios se ha hecho uno de nosotros, en Jesús se ha hecho niño y la
apertura a Dios en la fe, que alimenta la esperanza, se manifiesta en la
cercanía afectuosa hacia los más pequeños y débiles. La caridad, la fe y la
esperanza están involucradas en las obras de misericordia, tanto espirituales
como corporales, que hemos redescubierto durante el reciente Jubileo
extraordinario.
Pero
los evangelistas se fijan también en la responsabilidad del que actúa en contra
de la misericordia: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en
mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo
arrojasen al fondo del mar» (Mt 18,6; cf. Mc 9,42; Lc 17,2). ¿Cómo no pensar en
esta severa advertencia cuando se considera la explotación ejercida por gente
sin escrúpulos, ocasionando daño a tantos niños y niñas, que son iniciados en
la prostitución o atrapados en la red de la pornografía, esclavizados por el
trabajo de menores o reclutados como soldados, involucrados en el tráfico de
drogas y en otras formas de delincuencia, obligados a huir de conflictos y
persecuciones, con el riesgo de acabar solos y abandonados?
Por
eso, con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que se
celebra cada año, deseo llamar la atención sobre la realidad de los emigrantes
menores de edad, especialmente los que están solos, instando a todos a hacerse
cargo de los niños, que se encuentran desprotegidos por tres motivos: porque
son menores, extranjeros e indefensos; por diversas razones, son forzados a
vivir lejos de su tierra natal y separados del afecto de su familia.
Hoy, la
emigración no es un fenómeno limitado a algunas zonas del planeta, sino que
afecta a todos los continentes y está adquiriendo cada vez más la dimensión de
una dramática cuestión mundial. No se trata sólo de personas en busca de un
trabajo digno o de condiciones de vida mejor, sino también de hombres y
mujeres, ancianos y niños que se ven obligados a abandonar sus casas con la
esperanza de salvarse y encontrar en otros lugares paz y seguridad. Son
principalmente los niños quienes más sufren las graves consecuencias de la
emigración, casi siempre causada por la violencia, la miseria y las condiciones
ambientales, factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos
negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y fácil
lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el tráfico de
niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la privación de los
derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre
los Derechos de la Infancia.
La edad
infantil, por su particular fragilidad, tiene unas exigencias únicas e
irrenunciables. En primer lugar, el derecho a un ambiente familiar sano y
seguro donde se pueda crecer bajo la guía y el ejemplo de un padre y una madre;
además, el derecho-deber de recibir una educación adecuada, sobre todo en la
familia y también en la escuela, donde los niños puedan crecer como personas y
protagonistas de su propio futuro y del respectivo país. De hecho, en muchas
partes del mundo, leer, escribir y hacer cálculos elementales sigue siendo
privilegio de unos pocos. Todos los niños tienen derecho a jugar y a realizar
actividades recreativas, tienen derecho en definitiva a ser niños.
Sin
embargo, los niños constituyen el grupo más vulnerable entre los emigrantes,
porque, mientras se asoman a la vida, son invisibles y no tienen voz: la
precariedad los priva de documentos, ocultándolos a los ojos del mundo; la
ausencia de adultos que los acompañen impide que su voz se alce y sea
escuchada. De ese modo, los niños emigrantes acaban fácilmente en lo más bajo
de la degradación humana, donde la ilegalidad y la violencia queman en un
instante el futuro de muchos inocentes, mientras que la red de los abusos a los
menores resulta difícil de romper.
¿Cómo
responder a esta realidad?
En
primer lugar, siendo conscientes de que el fenómeno de la emigración no está
separado de la historia de la salvación, es más, forma parte de ella. Está
conectado a un mandamiento de Dios: «No oprimirás ni vejarás al forastero,
porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (Ex 22,20); «Amaréis al
forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto» (Dt 10,19). Este fenómeno es
un signo de los tiempos, un signo que habla de la acción providencial de Dios
en la historia y en la comunidad humana con vistas a la comunión universal. Sin
ignorar los problemas ni, tampoco, los dramas y tragedias de la emigración, así
como las dificultades que lleva consigo la acogida digna de estas personas, la
Iglesia anima a reconocer el plan de Dios, incluso en este fenómeno, con la
certeza de que nadie es extranjero en la comunidad cristiana, que abraza «todas
las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). Cada uno es valioso, las personas
son más importantes que las cosas, y el valor de cada institución se mide por
el modo en que trata la vida y la dignidad del ser humano, especialmente en
situaciones de vulnerabilidad, como es el caso de los niños emigrantes.
También
es necesario centrarse en la protección, la integración y en soluciones
estables.
Ante
todo, se trata de adoptar todas las medidas necesarias para que se asegure a
los niños emigrantes protección y defensa, ya que «estos chicos y chicas
terminan con frecuencia en la calle, abandonados a sí mismos y víctimas de
explotadores sin escrúpulos que, más de una vez, los transforman en objeto de
violencia física, moral y sexual» (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada
Mundial del Emigrante y el Refugiado 2008).
Por
otra parte, la línea divisoria entre la emigración y el tráfico puede ser en
ocasiones muy sutil. Hay muchos factores que contribuyen a crear un estado de
vulnerabilidad en los emigrantes, especialmente si son niños: la indigencia y
la falta de medios de supervivencia ―a lo que habría que añadir las
expectativas irreales inducidas por los medios de comunicación―; el bajo nivel de
alfabetización; el desconocimiento de las leyes, la cultura y, a menudo, de la
lengua de los países de acogida. Esto los hace dependientes física y
psicológicamente. Pero el impulso más fuerte hacia la explotación y el abuso de
los niños viene a causa de la demanda. Si no se encuentra el modo de intervenir
con mayor rigor y eficacia ante los explotadores, no se podrán detener las
numerosas formas de esclavitud de las que son víctimas los menores de edad.
Es
necesario, por tanto, que los inmigrantes, precisamente por el bien de sus
hijos, cooperen cada vez más estrechamente con las comunidades que los acogen.
Con mucha gratitud miramos a los organismos e instituciones, eclesiales y
civiles, que con gran esfuerzo ofrecen tiempo y recursos para proteger a los
niños de las distintas formas de abuso. Es importante que se implemente una
cooperación cada vez más eficaz y eficiente, basada no sólo en el intercambio
de información, sino también en la intensificación de unas redes capaces que
puedan asegurar intervenciones tempestivas y capilares. No hay que subestimar
el hecho de que la fuerza extraordinaria de las comunidades eclesiales se
revela sobre todo cuando hay unidad de oración y comunión en la fraternidad
En
segundo lugar, es necesario trabajar por la integración de los niños y los
jóvenes emigrantes. Ellos dependen totalmente de la comunidad de adultos y, muy
a menudo, la falta de recursos económicos es un obstáculo para la adopción de
políticas adecuadas de acogida, asistencia e inclusión. En consecuencia, en
lugar de favorecer la integración social de los niños emigrantes, o programas
de repatriación segura y asistida, se busca sólo impedir su entrada,
beneficiando de este modo que se recurra a redes ilegales; o también son
enviados de vuelta a su país de origen sin asegurarse de que esto corresponda
realmente a su «interés superior».
La
situación de los emigrantes menores de edad se agrava más todavía cuando se
encuentran en situación irregular o cuando son captados por el crimen
organizado. Entonces, se les destina con frecuencia a centros de detención. No
es raro que sean arrestados y, puesto que no tienen dinero para pagar la fianza
o el viaje de vuelta, pueden permanecer por largos períodos de tiempo
recluidos, expuestos a abusos y violencias de todo tipo. En esos casos, el
derecho de los Estados a gestionar los flujos migratorios y a salvaguardar el
bien común nacional se tiene que conjugar con la obligación de resolver y
regularizar la situación de los emigrantes menores de edad, respetando
plenamente su dignidad y tratando de responder a sus necesidades, cuando están
solos, pero también a las de sus padres, por el bien de todo el núcleo familiar.
Sigue
siendo crucial que se adopten adecuados procedimientos nacionales y planes de
cooperación acordados entre los países de origen y los de acogida, para
eliminar las causas de la emigración forzada de los niños.
En
tercer lugar, dirijo a todos un vehemente llamamiento para que se busquen y
adopten soluciones permanentes. Puesto que este es un fenómeno complejo, la
cuestión de los emigrantes menores de edad se debe afrontar desde la raíz. Las
guerras, la violación de los derechos humanos, la corrupción, la pobreza, los
desequilibrios y desastres ambientales son parte de las causas del problema.
Los niños son los primeros en sufrirlas, padeciendo a veces torturas y castigos
corporales, que se unen a las de tipo moral y psíquico, dejándoles a menudo huellas
imborrables.
Por
tanto, es absolutamente necesario que se afronten en los países de origen las
causas que provocan la emigración. Esto requiere, como primer paso, el
compromiso de toda la Comunidad internacional para acabar con los conflictos y
la violencia que obligan a las personas a huir. Además, se requiere una visión
de futuro, que sepa proyectar programas adecuados para las zonas afectadas por
la inestabilidad y por las más graves injusticias, para que a todos se les
garantice el acceso a un desarrollo auténtico que promueva el bien de los niños
y niñas, esperanza de la humanidad.
Por
último, deseo dirigir una palabra a vosotros, que camináis al lado de los niños
y jóvenes por los caminos de la emigración: ellos necesitan vuestra valiosa
ayuda, y la Iglesia también os necesita y os apoya en el servicio generoso que
prestáis. No os canséis de dar con audacia un buen testimonio del Evangelio,
que os llama a reconocer y a acoger al Señor Jesús, presente en los más
pequeños y vulnerables.
Encomiendo
a todos los niños emigrantes, a sus familias, sus comunidades y a vosotros, que
estáis cerca de ellos, a la protección de la Sagrada Familia de Nazaret, para
que vele sobre cada uno y os acompañe en el camino; y junto a mi oración os
imparto la Bendición Apostólica.
Vaticano,
8 de septiembre de 2016.
Francisco